sábado, 15 de enero de 2011

Memorias de un hombre común

Diciembre treinta y uno de dos mil seis
Se acabó el año. Quemaron al taitapuro -en otros lugares le llaman año viejo- que es un muñeco tuquio de chanchiras y pólvora, símbolo de lo que ya pasó; verlo arder es decirle adiós a un año que nunca volverá. Bueno, me puse sentimental, se me comienzan a descorrer las lagañas; tengo tanto frío que se me enfriaron las tibias; la vejez es una larga enfermedad; o como decía el “Genio” Castrillón, la vejez es una vergaajada. Uno es viejo cuando empieza a ver a los jóvenes viejos. Como promesa de fin de año nunca volveré a mirarme en el espejo, vaya y encuentre que ese desvanecimiento de figura incierta no es porque está empañado el vidrio.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Memorias de un hombre común

Diciembre veintiocho de dos mil seis
Día de inocentes. Hoy se exalta esa virtud que se pierde con el primer pajazo. Después todos somos culpables, como dicen por ahí unos nerones que no se lavan las manos aunque sí sus fortunas. No hay día de culpables porque no es una virtud de pocos, así todos no alcancen a incluirse. Quedan inocentes y con estos hacemos la fiesta.

Al maestro Aranda, herrero, le preguntaron por teléfono que si tenía huevos de plomo. El maestro, más inocente (¿inocente?) que un ganso, dijo que no; que por la artritis tenía que caminar lento y encorvado.

-Aló ¿El señor Próculo González?
-Sí, a la orden.
-¿Me puede decir cómo se escribe su nombre?
-Pues mire, zoquete, primero ponga Pro y después pone el culo.



Más allá de la Calle del Cacho, yendo para Pandiguando, quedan las colchonerías. Para un veintiocho de diciembre gente desocupada, que hay hasta en los parques, le cambió el aviso a una colchonería que quedó así:

         COLCHONERIA EL COLCHON
SE HACEN COLCHONES ACOLCHONADOS
         REBAJAS DEL 20% Y NO ES PAJA.

También le cambiaron el aviso a una panadería:

         PAN CON VENDAJE
         PAN  A  VEINTE
         VENDAJE A CINCUENTA

sábado, 13 de noviembre de 2010

Memorias de un hombre común

Diciembre primero de dos mil seis
Comienza el declive de un año viejo; comienza la gente a crear el ambiente navideño como posibilidad cierta de felicidad -la plata alcanza para comprar regalos y trago, después de pagar las deudas- o como oportunidad de goce  -se puede amanecer en otra parte y no lo regañan-. Viene la transformación de los seres humanos, de huraños: pendencieros durante diez meses y medio, en simpáticos conciliadores de diciembre y enero, cuando la parranda obliga. Es muy fácil en diciembre desplegar una sonrisa al mayor desconocido y éste devolverla como el amigo de toda la vida. Las mujeres están predispuestas a aceptar todo tipo de invitaciones -claro, depende del tipo-  y los hombres a no desaprovechar este mes de cuadres y despelotes.

Diciembre es un mes de excepción; es el mes de los balances y de los buenos propósitos. El mes de la feliz navidad y del feliz año nuevo; el mes de los recuerdos y las nostalgias, pero sobre todo de los bailes interminables y las bebidas gratis.  Aquí en Popayán comienzan a desfilar los platos de nochebuena entre las amistades frecuentadas por años y aún no dispersas por bochinches. (Los bochinches se vuelven revistas de farándula en la medida en que las ciudades crecen.) Los manjares de la navidad son bandejas llenas de porciones de dulces que se cruzan, entre La Pamba y el Cacho; entre el Valencia y Pandiguando; entre La Esmeralda y el Bolívar; en fin, platos en competencia de gastronómica amistad a ver quién los preparó mejor y quién innovó sobre lo ya creado de manjar blanco, manjarillo (es el mismo manjar blanco pero con panela), dulce de coco, de higuillo, de papaya, de piña, de breva, de limón, de naranja, de mora, guayaba y, encima, natilla. Las bandejas se adornan con preparaciones de harina y maíz como hojaldres, rosquillas y buñuelos; es una comilona familiar negada a los diabéticos, asediado por los niños y devorada por los obesos de buenas grasas.

El plato de nochebuena es una obra de arte, superior a las rectas en espiral alucinógenas de Rayo y a las gordas descuajaringadas de Botero.

Durante todo el año, pero con mayor énfasis en este mes, se da rienda suelta al ternero, espléndido plato de gourmet, familiar de la morcilla por la misma razón: es mejor comer y disfrutar sin preguntar cómo se prepara.

Aparecen los músicos más auténticos de la región por la calidad de la música y por la pobreza. (“Eso de ser rico no es para los pobres”.) Se llaman chirimías esos grupos que transportan en reiterada sonajera, tambores, flautas, maracas, carrasca  y triángulo. Encabeza el diablo -da tristeza en vez de miedo- que, al igual que sacristán de parroquia, lleva un colador, rojo como su cola y cachos, que extiende al público para que le echen la limosna. (¡Oh pobreza!, qué infeliz me haces contigo y cuán feliz sin ti.)  La música de la chirimía es la alborada musical de la navidad y la extensión al nuevo año, cuando se repiten las centenarias costumbres de nosotros, descendientes en tracalada de españoles, indios, negros y uno que otro árabe, de volvernos cerdos por dos días, el cinco y seis de enero. Para quienes no nos conocen y pasan por cultos y eruditos esa costumbre es un salvajismo; lo dicen los mismos que aplauden la muerte del noble toro de casta en un circo de arena; lo dicen los mismos que ennoblecen la acción de matar a otros seres humanos en  guerras inventadas por los fabricantes de armas.

El cinco y seis de enero nos pintamos de negro y blanco; nos echamos agua; nos irrespetamos con la mayor decencia; nos ridiculizamos con el mejor humor. Es una terapia que nos permite reivindicar nuestra condición de animales terrestres ajenos, por dos días, a las normas del buen vestir, del buen hablar y cercanos al buen reír, al goce libertino. Después de estas festividades volvemos a la realidad, conscientes de que no vamos a vivir acartonados toda la vida.  
 
Los aguinaldos se acabaron; ya no se practica esa costumbre de poner a prueba la disciplina que no tenemos. Antes las apuestas se hacían, entre un hombre y una mujer, sobre penitencias inventadas como palito en boca (quienes apostaban debían llevar siempre un palito en la boca y mostrarlo cuando lo requería uno de los apostadores; quien no lo mostraba, perdía);  hablar y no contestar (uno hablaba o preguntaba y el otro no debía responder); estatua (un apostador en cualquier momento gritaba ¡estatua! y el otro debía quedarse quieto); beso robado (sobra decir quién ganaba y quién perdía y por qué).

Después de la navidad -trago va y trago viene en carrusel de mezclas- aparece el temible guayabo o resaca -el mundo da vueltas al revés y el aumento de la presión arterial convierte a la cabeza en caldera hirviente de dolor- que sólo se cura comiendo, despacio y temblando, una sopa de tortilla cargada de sales con la encima de un prolongado sueño.

martes, 19 de octubre de 2010

Memorias de un hombre común

Noviembre veintiocho de dos mil seis
Me encontré con Carlos por andar en estas calles amplias y llenas de velocípedos, haciendo lo que hace un desocupado. Carlos es un finquero; siembra y cosecha café; también cría cuyes. Tiene un proyecto para industrializar la carne de cuy y exportarla al Japón, porque a los nipones les gusta comer lo que comen los pastusos. El proyecto ya ajusta cinco años y aún no cuaja; está en la etapa de las degustaciones y las muestras. Yo he dado mi aprobación a las diferentes formas de la carne de cuy; es todo lo que puedo hacer. En Colombia, para el pequeño empresario la menor empresa es grande, porque el Estado no apoya sino que entorpece cuando no obstaculiza.

Me decía Carlos que había sembrado algo así como cuarenta mil matas de café y a los tres meses llegó un técnico de la Federación de Cafeteros a decirle que para alcanzar mejor calidad y cantidad tenía que cortar las matas y esperar que retoñaran. Carlos se quitó el sombrero, se puso colorado y haciendo uso de su mejor repertorio de palabras decentes le increpó: “Señor técnico, ¿usted se ha metido la mano al bolsillo como yo? ¿Usted sabe cuánto me costó sembrar esas matas y cuánto mantenerlas como están? ¿Usted sabe cuánto valen tres meses de trabajo? ¿Usted sabe cuánto me vale a mí retardar la cosecha seis meses o más?”

El técnico, más acuscambao que perro faldero lejos de la falda, sólo atinó a decir que el procedimiento mejoraba la calidad por muchos años. “¿Y a mí qué?”, dijo Carlos, “eso recomiéndeselo a los grandes cultivadores que tienen plata hasta para perder. Yo me quiebro si sigo sus consejos. Dígale a la Federación que si quiere ayudarnos, entonces que presione al gobierno para  que baje los precios de los insumos, porque estos suben pero la carga de café no”.

Al técnico, hecho una marmota, no le quedó otra que darle la razón a Carlos y despedirse sin tomar el chocolate con queso que le habían servido.

Carlos es un enamorado de su proyecto de cuyes enlatados. No desperdicia reunión para informar el estado de su idea. Con decirles que una vez la expuso, en una reunión social, ante dos filósofos que sólo saben comer cuando les sirven, y estos, parpadeando como Kant, comentaron lo trascendente que sería para el hombre, que dejara de pensar con mentalidad bovina -lo que el hombre come se transforma en pensamiento- y  lo hiciera con el apoyo del cuy nativo. Tendríamos un auténtico hombre americano. 

Se inició una discusión divergente donde los filósofos consideraban la posible importancia del cuy en la formación filosófica de Estanislao Zuleta y Carlos planteaba la calidad de la olasa frente al empaque tetra pack. Yo, testigo aislado de estos planteamientos de alto revuelo, me acordaba de que a Estanislao Zuleta le gustaba la morcilla; del cuy no hay la menor referencia en sus conferencias.

Carlos consideraba que si doscientos campesinos de nuestra región hicieran cría de cuyes, en cantidad de mil por cabeza como actividad marginal, se podría alcanzar una primera etapa de producción por dos años mientras se consolidaba el mercado japonés y aquí se aumentaba el número de criaderos. Los filósofos estaban empeñados en atribuir al cuy la importancia americana que le habían dado a la vaca en la filosofía europea.

Yo, embebido de vodka, en la madrugada, confundía cuyes con filósofos y matas de café con morcillas, y fue cuando me dediqué a conversar con la dueña de casa que era ignorante, lo mismo que yo, de proyectos, cuyes, filosofía y morcilla.

Bien retirada la noche, noté que la discusión había finalizado. Al reparar en los protagonistas observé que los filósofos estaban entrelazados en plácido sueño como queriendo apaciguar los fundamentos existenciales del cuy y la vaca. Carlos, con los párpados en la mitad de los ojos, aún balbuceaba horizontal en el sofá, que su proyecto redimiría a esos entumidos de la vereda San Joaquín.     

lunes, 13 de septiembre de 2010

Memorias de un hombre común

Noviembre quince de dos mil seis
Faltando casi un año para las elecciones de alcalde de Popayán, comienzan a salir unos auto-candidatos que nosotros no sabíamos que existían. Son más desconocidos que un billete de cincuenta centavos. También aparecen otros a los que conocemos lo suficiente como para no votar por ellos. De estos últimos es bueno registrar los antecedentes familiares para que vean la catadura que nos pretende gobernar.

Uno de los candidatos tuvo un tío allá en las lejanas tierras del sur. Lo particular de ese tío era que tenía un hijo entelerido, más pendejo que el tal Dawn -ojo que eso se hereda-. En esos tiempos el viaje Balboa Popayán lo hacía un solo bus que salía a las ocho de la mañana; ese mismo bus regresaba al otro día de Popayán a Balboa a las tres de la tarde. En otras palabras, de Balboa apenas se podía salir cada dos días. Pues bien, el señor Ortega, que así se apellidaba el antecedente, tenía listas las maletas quinientos metros más abajo del pueblo para viajar a Popayán con su hijo zoquete. Pero le dio por tomar café y entró a la casa por una tacita, advirtiéndole al hijo que le avisara cuando pasara el bus. Estaba terminando el cafecito cuando apareció el hijo que le advirtió:     “Papá, pasó el bus”.   

Otro candidato tuvo un primo que era concejal de Popayán, pero ese primo era más ordinario que computador con chumacera. Por aquel entonces había un concejal de apellido Concha que tenía  dificultad para mirar por el ojo derecho, por el izquierdo miraba todo al derecho. El ordinario, que no digo el apellido porque de inmediato lo identifican, pidió la palabra en pleno recinto del Concejo para decir: “Estoy totalmente de acuerdo con la posición del honorable tuerto Concha”.

Uno más -de los actuales candidatos a la alcaldía de Popayán- tuvo el abuelo con el agravante de que exhibía un evidente parecido con el papá de la yegua más querida de la casa. Una vez fue a comprar para esa misma yegua una jáquima y el expendedor le dijo: “¿Se la envolvemos o la lleva puesta?” No sobra decir que el expendedor se escapó por una puerta lateral antes de que le llegara el primer madrazo.

Ahora que me acuerdo, aquí en Popayán tuvimos un representante a la Cámara, gran jurista, quien también tenía su defecto físico. No estoy seguro de que alguno de sus descendientes se haya lanzado de candidato a la alcaldía, aunque por allí suena uno con su apellido. No nos disgustaría, porque debemos reconocer que la inteligencia también se hereda.

El antedicho jurista estaba en una reunión social, y como ustedes saben, ya en tragos algunas personas se consideran con licencia para intimar con las personas prestantes. Uno de estos personajes le preguntó a nuestro ex representante:

-¿Doctor Prado, usted no se enoja cuando le dicen tuerto?
-No, yo no me enojo. El que se enoja es el otro cuando le digo hijueputa.

martes, 17 de agosto de 2010

Memorias de un hombre común



Noviembre siete de dos mil seis
¿Por qué las cosas buenas se acaban? Porque favorecen a muchos y perjudican a nadie. Les propongo un ejemplo de esta afirmación: el médico de cabecera. Hasta mediados del siglo veinte, las familias de variada condición -de alcurnia venidas a menos; de origen ambiguo venidas a más- incluían al médico de confianza entre sus miembros.

El médico conocía los males de la familia y también sus fortalezas. Sabía cuándo el hijo adolescente llegaba a la pubertad y qué se le recetaba para calmarle la arrechera que no fuera la muchacha del servicio doméstico. Lo mismo ocurría con las doncellas; era el confidente que tenía autoridad e influencia; lo preferían al cura, dada la incierta inclinación sexual de éste. Era un soporte de los padres; no se acostumbraba, como ahora, de un psicólogo ante la inutilidad paterna para afrontar esos momentos críticos del despertar sexual que es el mismo de la vida. Regularmente el médico programaba actividades recreativas en familia que se disfrutaban con placer; participaba de los asados veraniegos y de los paseos al río, así había escasos enfermos en el círculo familiar. Cuando se presentaban desajustes múltiples por la presencia periódica de algún virus, había que acudir a las infusiones naturales de yerbabuena, toronjil, limoncillo, panela, canela y limón. El médico ejercía la función de consejero para evitar la epidemia o la transformación del virus en cuadro mortal. Era el momento de total reposo y aislamiento de las fuentes frías. Las abuelas traducían las recomendaciones del galeno en una frase clara, precisa y redonda: ¡no hagás disparates!
Esas gripas duraban dos días, hoy las han vuelto crónicas y agresivas.

Cuando la edad hacía mella en el miembro mayor -el tronco de la familia, quiero decir- el médico llegaba hasta la cama a auscultarlo y recetarlo. Del lecho salía para la actividad diaria, vale decir a respirar vida mientras se aplazaba por largo tiempo el encuentro definitivo y mortal con la pelona; tan natural como la vida.

No había la cantidad de médicos que hay ahora, pero ninguna familia estaba desprotegida. A los franciscanos de pobreza (¿qué será peor, un rico venido a menos o un pobre acomodado?) que no tenían familia, ni deudos, ni deudas, les concedían el derecho de ingresar al hospital de caridad que antes de su abolición se llamaba público. Parecía más un restaurante que un dispensador de drogas. Allí les daban buena comida, primer paso para recuperar la salud. “Enfermo que come no muere”.

El médico argentino Rubén Feldman González, postulado a premio Nóbel, respalda mi apreciación del médico familiar que antes que curar invitaba a vivir plenamente, con una teoría que según él es descubrimiento. La percepción unitaria es una función del cerebro que consiste en valorar hasta lo más pequeño de la vida, sin pensar en el pasado o en el futuro. Quien percibe intensamente todo lo que le rodea, empieza a curarse de cualquier enfermedad. (Me acuerdo de Guamal.)

Hoy la cosa es comercial. Si usted está en su lecho de enfermo tiene que levantarse como sea, ir y hacer fila en la llamada EPS -acuérdense: Entierros Por Salario- para que le den la cita; y si está muy enfermo tiene que estar de buenas para que lo atiendan rápido, a no ser que tenga una buena palanca como todo en este país; por ejemplo, ser amigo del consejero del senador, dueño de la EPS. Si consigue que lo atiendan, aparece un médico bisoño -son los más baratos que paga la EPS- que nunca lo ha visto a usted en la vida e inicia un procedimiento de vademécum que es la burocracia más insolente. Al final le extiende una fórmula que contiene mínimo tres tipos de pastillas con varias advertencias: no debe comer lo que más le gusta, no debe beber lo que más le gusta, no debe hacer lo que más le gusta, y la última, que cuando se le acaben las pastillas vuelva para recetarle más e iniciar el camino del vía crucis recorrido. Nunca le dice qué tiene porque el bisoño tampoco sabe. Después de tres de estas visitas sin resultado lo remiten al especialista -cobra más caro pero por lo menos le dice de qué se va a morir- quien, ante la gravedad del enfermo, le ordena hospitalización. No es por exagerar, pero desde que empezaron los síntomas hasta la hospitalización ha transcurrido un año completico.

A mí me parece que la medicina moderna ha fracasado. No está en mi razón entender por qué después de tantos avances científicos -suficientes para haber erradicado todo tipo de dolencias, incluidas las almorranas;  se han desarrollado  nuevas enfermedades y más violentas, que ahora se llaman terminales para no decir incurables. En sana lógica capitalista habría que formularse la siguiente pregunta: ¿A quién beneficia que las enfermedades no desaparezcan? “Piensa mal y acertarás”, lo dice una revista que no es médica pero ayuda a pensar bien. Parejo con la aparición de nuevas enfermedades se han multiplicado empresas multinacionales de medicamentos. Medicamentos que retardan los efectos de las enfermedades pero no los eliminan. Mejor decirlo: medicinas que no curan, atenúan; tratamientos que tampoco curan, dilatan en el tiempo el consumo de drogas y dejan en la ruina al paciente y su familia, que termina fiando el entierro porque toda la plata se la llevaron las multinacionales y sus agentes.






       
Las cosas buenas se acaban -el médico de cabecera; las infusiones naturales; la recreación al aire libre- y son reemplazadas por las dudosas -la caterva de especialistas; las drogas genéricas; la prohibición del trago-. A esto le llamamos progreso.

¡Pendejo que es uno si se lo cree!

sábado, 10 de julio de 2010

Memorias de un hombre común

Octubre treinta y uno de dos mil seis
Día de las brujas y de los niños que los visten de brujas. Algunos padres disfrazan a sus hijos con el atuendo de los personajes que más detestan, es la manera de vengarse de su infancia reprimida por la pobreza. Vi a unos niños vestidos con el traje de Supermán, el héroe gringo -para nosotros es un pelmazo con suerte- capaz de salvar a la humanidad de peligros hipotéticos, y zoquete a la hora de declarar su amor a una mujer. Al pobre Supermán niño le jalaban las orejas para que se subiera al andén, no fuera y lo golpeara un carro; era más indefenso que ulluco ensartado en tenedor.

Desfilaban en pequeños grupos kingkones, curas, soldados, astronautas, barbies, James Bond y su hermano Tangüe; también futbolistas de moda y personajes de la televisión. Todos repitiendo el mismo estribillo: quiero dulces para mí.
A un niño de seis años lo habían convertido en un zurullo; le habían dado varias vueltas a la misma sábana alrededor de su cuerpo y le habían colocado turbante y barba para decir que era algo parecido a Ben Laden, un personaje que le infunde miedo a Bush, otro personaje que desfilaba a su lado indiferente. Por un momento la historia de la guerra es cosa de risa; así debería ser, sólo que, por lo trágica, la guerra es siempre algo serio. Los únicos ignorantes que se otorgan la licencia de tomarla como un juego son algunos padres que inculcan en sus hijos ese llamado espíritu guerrero, que no es otra cosa que propiciar el odio hacia los demás. Son felices disfrazando a sus hijos de policías y militares que, según ellos, son los buenos de la guerra.

Un general de la república, según confirma él, retirado; según mi apreciación, atrincherado porque aún lanza odio bajo eufemismos que él concibe como verdades, pedía solapadamente que los militares mataran sin tener que rendir cuentas a la procuraduría. El argumento principal que sostenía esta petición era el heroísmo del soldado mutilado. Miremos parte de la nueva oración patria que publica nuestro general en un diario de circulación nacional. Allí se invoca a un dios, que no es nada poderoso desde que necesita ejércitos terrenales para su defensa: “Pon caridad en mi corazón para que mi disparo se produzca sin odio”. ¡Qué falsedad! Lo primero que se le enseña a un militar es a odiar y luego a disparar.

Eso que hace nuestro general es lo mismo que hacen algunos de nuestros padres de familia, preparan a sus hijos para que sean dignos militares, que maten sin odio.

¡Pobres muchachos cuando se les rebose la conciencia!